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miércoles, 25 de octubre de 2006

El Día de las Filas Infernales


Filas. Colas. Líneas. Tapones. Si el infierno existe y por uno que otro pecado me envían allá ese será mi castigo por toda la eternidad. Terminaré una y me mandarán a otra. Y sufriré. Lo sé porque este país me ha preparado para el dolor de la espera. El sufrimiento toma muchas formas. Gente extraña me habla de cosas de las que no quiero hablar. Supongo que es la estrategia que usan para sobrevivir la espera. Hace poco en el banco un individuo al frente mío me vio y me saludó como si me conociera. Me habló a viva voz del plan de Cristo para conmigo. Quería salir corriendo de allí. Cuando viré la cara me echó el brazo para que lo siguiera atendiendo. Quería gritarle que no me tocara pero iba a sonar como un loco. Por suerte le tocó su turno y me dejó quieto. Cuando salí me estaba esperando en la puerta. Me alejé a toda prisa mientras él me gritaba que Cristo viene pronto y que se me está haciendo tarde.

Horas después estoy en el supermercado con mi carrito de compras. Cuando paso por el lado de la gente inevitablemente miran dentro de mi carrito. Me arde el alma porque están violando mi derecho a la privacidad. Yo no miro lo que tienen en los suyos. No me interesa saber si compraron un pote de sal, si comen pollo o si llevan pañales de adultos. Voy a la caja expreso y la cajera está mirando para los lados. Algo pasa. Algún artículo sin precio. No toca un botón, no prende una luz para que vengan a ayudarla. Sólo mira de vez en cuando para ver si ve a otro empleado. Me veo tentado a arrancarle el artículo de precio desconocido de la mano e ir yo mismo a buscarlo. Pero parecería un loco. Me muerdo la lengua. Por fin alguien aparece y busca el precio. Ahora la cliente, que ha tenido una eternidad para sacar la maldita billetera, mete lentamente la mano en ese universo que se llama cartera de mujer y empieza a pescar entre potes de medicina, cepillos de pelo, desodorante, polvo facial, y qué se yo qué más guardan en ese hoyo negro. Encuentra la billetera y vuelve a preguntar cuánto es. Le quiero gritar que $27.85 pero parecería un loco. La cajera le dice que $27.85. La vieja (antes de esto la veía como una señora mayor) le pide que repita el precio. $27.85. Saca calmadamente un billete de $20.00. Sigue buscando en la billetera y aparece uno de cinco. Encuentra con dificultad dos dólares. Veo que tiene varios de esos. Pero no los quiere soltar. Esta va a pagar con cambio exacto. Busca moneda a moneda los 85 centavos restantes. Me veo tentado a arrancarle la billetera y buscar yo mismo el cambio. Pero parecería un loco.

Estoy en la farmacia en una enorme fila para pagar. Soy el último. Hay como diez personas. Algo pasa. Cinco minutos y no nos movemos. Ya no soy el último porque otros han llegado. Ocho minutos. Me juro y perjuro que mantendré el control. Miro con curiosidad al resto de la gente y no tienen cara de irritación sino de aceptación. Se han resignado a vivir así. Han claudicado al derecho a que se nos dé un buen servicio. A que nos traten bien. A que nos cobren con prontitud. Son como corderos al matadero. Me salgo de la fila para ir al frente a ver qué está pasando. Una señora está peleando con el cajero porque tiene cupones de descuento que el cajero no le está aceptando. Ella insiste. Él alega que esos no cualifican. Me veo tentado a quitarle la libreta de cupones para yo mismo cotejarlos contra los artículos. Pero pensarían que estoy loco. Le digo al cajero que llevo demasiado tiempo esperando. Ahora los corderos asienten con la cabeza. Uno que otro muestra cara de indignación. Buscan un líder. Yo no tomaré ese puesto. Estoy reclamando por mis derechos. No el de los demás.

La vieja de los cupones (antes la veía como una elegante dama) me dice que ella también tiene derechos. Me veo tentado a preguntarle cuánto se ahorraría con los cupones para yo darle el dinero. Me vuelve a increpar la vieja. Me deleito en mi mente, mientras me habla, en la posibilidad de arrancarle los cupones de las manos y rompérselos. Pero pensarían que estoy loco. Pido que venga el gerente. Que abran otra fila. Los corderos asienten. El gerente llama a otra cajera. Quiero decirles a todos en la fila que en lo que a mí respecta se pueden ir todos para el infierno . Que la caja la van a abrir porque yo reclamé mi derecho. Uno de ellos se me adelanta y se planta frente a la nueva caja. Otros le siguen detrás. Me veo tentado a empezar a empujar gente para los lados como en un partido de fútbol norteamericano. Me imagino a las viejas cayendo al piso según me abro paso. Pero pensarían que estoy loco. Así que calmadamente me planto al frente del primer usurpador, reclamo mi primer lugar en la caja y le digo con una mirada de fuego que ese es mi lugar. El cordero ladrón de espacios en las filas se quedó callado. Pensó que yo estaba loco.

Edwin Vázquez de Jesús
Publicado en www.edwinvazquez.blogspot.com

2 comentarios:

  1. Definitivamente no estas loco, pero en vias de. : )
    No se por que, pero ultimamente, a uno lo tratan en los comercios, como si nos hicieran el fabor de atendernos, no entiendo el asunto.

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  2. Anónimo4:05 a. m.

    definitivamente la vida esta loca.. pero yo estoy culeco todos los dias..

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