Esperé hasta las 9:15 para salir. Tenía cita en San Juan, en la avenida Kennedy para hacer el traspaso de un vehículo que acababa de saldar con una firma de arrendamiento de autos. De diez a doce, me habían dicho. No quería salir antes para evitar los descomunales tapones, los embotellamientos nuestros de cada día. Cuando iba por el área de Caguas, por Las Catalinas vi la fila descomunal de vehículos que se movían a cinco millas por hora. Ya mi esposa me había advertido que en esa área se forman frecuentemente tapones que desaparecen al acercarse al peaje. Controlé entonces mi impulso de dar la vuelta y regresar a Cayey.
Cuando se está en un tapón se hace todo tipo de cosas. Miré a mi alrededor y la mayoría de los conductores hablaban en sus celulares. Llamadas a sus jefes. A sus clientes. A sus esposas. A sus amantes. Esto era casi La Guaracha del Macho Camacho. En algún lugar de San Juan alguna chilla encojonada daba vueltas en un apartamento porque el senador infiel no llegaba a la cita pecaminosa. La vida es una cosa fenomenal, me descubrí tarareando.
Comencé a formar lazos afectivos con los conductores al frente, atrás y al lado. Miraba y remiraba lo que hacían. Trataba de distinguir sus facciones. Me imaginaba sus vidas. Por supuesto perdía lentamente el control de mis emociones. No se supone que esto sucediera. El país debió ser inventado hace tiempo y lo siguen desinventando. El tren que debía llegar a Caguas no ha llegado porque gastaron una fortuna en un metro cuyas estaciones, al menos la mayoría, no tienen lógica geográfica. Paradas donde prácticamente no vive nadie. Entonces me imaginé el pase de dinero. Las manos sucias dándole dinero a las manos sucias para los permisos de construcción que poblarían aquellas áreas vacías.
A paso de tortuga llegué al carril expreso. Vi con ironía el letrero que advertía que la velocidad máxima allí era de 25 millas por hora. Yo iba a dos. Vi las largas filas de automóviles que se extendían en el horizonte más allá del peaje. En ese momento estaba precisamente frente a la luz verde que indicaba que había leído la tarjeta electrónica adherida a mi vehículo y que me informaba que podía pasar. Que todo estaba bien. Sólo que estaba atascado frente a la lucecita. Me cruzó el pensamiento inevitable de que esos lectores electrónicos, la lucecita verde, a lo mejor estaba leyendo y releyendo mi tarjetita y cargándome una y otra vez la tarifa del peaje.
El carro del frente se movió y comenzó ahora la batalla de los centímetros de asfalto. Después de los peajes lo que hay es un embudo. Si hay diez peajes todos coalescen en los tres carriles del expreso Luis A. Ferré. Diez líneas que deben convertirse en tres. Una guerra. Decido rendirme. El que quiere pasárseme que se pase. De hecho, estoy a punto de abrir la puerta, salir corriendo y dejar el vehículo abandonado. Todo un Michael Douglas en “Falling Down”.
Pero ahora veo la maldad del vecino. El maldito está espetando el frente de su vehículo lentamente al frente del mío sin evidente temor de que chocaremos. Estamos a una milla por hora pero un golpe es un golpe. Ahora salgo de mi sopor, de mi rendición y decido pelear por lo mío. Acelero levemente mi vehículo. Grande y abusador el mismo amedrenta al invasor. Los guantes han sido lanzados. El duelo ha comenzado y no me coy a rendir. Necesito entrar en ambiente y pongo a Franco el Gorila. Reggaetón a to’ tren. “Sal del Callejón”. Esa me podrá en forma. Ahora recibo un ataque por el flanco izquierdo. Alguna chica hablando por el celular quiere colarse. Subo el volumen.
“Por esbocao este bacalao en el segundo round
Se me fue de knock out
Lámbete y te vas secuestrao pescao
Los míos tan bien amarraos mamao…”
Conquisto el carril. Me siento, en el pequeño mundo alucinante de la enfermedad mental efímera de un tapón infernal, como el rey del mundo. Como Leonardo di Caprio gritando “I’m the King of the world” en "Titanic", sólo para arrastrar los neumáticos el resto del trayecto ahora a 10 millas, después a 40 millas por hora.
Llego a la Kennedy a las 10:45 con los nervios espeluzaos. La recepcionista me señala la sala y entro. Atestada maldita sea. Presumo que no están para lo mismo. Busco la lista donde deben apuntarse los que harán traspasos. Hago el diecisiete. El diecisiete. Decido irme y de pronto me arropó una paz celestial. No tenía otros compromisos en ese momento. ¿Por qué no esperar? La gente allí se veían tranquilos, resignados. Seguramente yo podría esperar. Llaman a una persona de las de mi lista y tomo el tiempo. Cinco minutos después llaman a otra. Dos no responden. Cometieron el error que yo iba a cometer. Se fueron.
De pronto me sucede como a Jack Nicholson en Wolf, donde se convirtió en un hombre lobo. Según se iba transformando se agudizó su sentido de la audición. De pronto yo estaba escuchando todas las conversaciones por celular, por lo menos siete, a la vez. “ Ese gallo es un burro, lo voy a pelear el domingo”. “¿Dónde estás? Estoy en la Kennedy. No, no, me compré los otros”. “Asegúrate de firmar los documentos por la mañana”. “Mamita te llamo ya mismo que tengo a Félix en la otra línea. Félix pana, vamos el jueves, el sitio está chévere”. “No, no, el gallito es de cepa pura, no es mezclao. Oye tengo uno tuerto y lo peleamos en Isla Verde en la competencia de tuertos. ¡Qué burro papá! Ese gallito es un burro.”.
Los martillazos del dolor de cabeza que se asomaba sonaban como tambores de guerra africanos. Son las 11:15 y sé que estoy fastidiado. Crucé la guardarraya. La frontera donde irme del sitio perdería todo significado. Si había aguantado tanto y me iba, no me perdonaría la posibilidad de que por alguna razón sobrenatural me llamaran de pronto. Uno de los celularistas comenzó ahora a hablar en voz alta y lo miré con furia. Me puse de pie. Caminé por el lugar. 11:30. Menos gente por supuesto. Sentado de nuevo apreté los dientes. Tanta cosa importante que tengo que hacer y pperdiendo el tiempo en esta maldita desgraciada oficina. Alguna empleada me sonríe y le devuelvo la sonrisa con toda la hipocresía que pude acumular en ese momento.
Son las 11:45. Me levanto y decido tomar control de la situación. “Con permiso, es Edwin Vázquez, ¿cuánto falta?”. Ella mira unos documentos y me dice “lo único que falta es una carta que tengo que generarle. Se la hago ya mismo”. Me recuerdo a mí mismo la razón por la que nunca deberé estar armado.
Las doce. La carta no está hecha. La mujer no está por todo aquello. Quedamos sólo dos clientes. “Seño, concédeme no ser el último”. “Fulano de tal” grita una empleada. Fulano se levanta feliz. Él oró primero que yo. Las 12:15. “Edwin Vázquez”. Aquí está su carta. Firme aquí y acá. Nada de disculpe. Nada de siento que haya tenido que esperar tanto. Nada de que “según nuestros registros usted entró a las 10:45 y se va a las 12:15. Usaremos esa información para mejorar nuestros procedimientos.”.
“!Qué tragedia!”- le dije. Me miró extrañada. Me levanté y me fui. Volví a poner el disco de Wisín y Yandel, Los Vaqueros. Franco el Gorila me acompañaría durante el resto del viaje.
Cuando se está en un tapón se hace todo tipo de cosas. Miré a mi alrededor y la mayoría de los conductores hablaban en sus celulares. Llamadas a sus jefes. A sus clientes. A sus esposas. A sus amantes. Esto era casi La Guaracha del Macho Camacho. En algún lugar de San Juan alguna chilla encojonada daba vueltas en un apartamento porque el senador infiel no llegaba a la cita pecaminosa. La vida es una cosa fenomenal, me descubrí tarareando.
Comencé a formar lazos afectivos con los conductores al frente, atrás y al lado. Miraba y remiraba lo que hacían. Trataba de distinguir sus facciones. Me imaginaba sus vidas. Por supuesto perdía lentamente el control de mis emociones. No se supone que esto sucediera. El país debió ser inventado hace tiempo y lo siguen desinventando. El tren que debía llegar a Caguas no ha llegado porque gastaron una fortuna en un metro cuyas estaciones, al menos la mayoría, no tienen lógica geográfica. Paradas donde prácticamente no vive nadie. Entonces me imaginé el pase de dinero. Las manos sucias dándole dinero a las manos sucias para los permisos de construcción que poblarían aquellas áreas vacías.
A paso de tortuga llegué al carril expreso. Vi con ironía el letrero que advertía que la velocidad máxima allí era de 25 millas por hora. Yo iba a dos. Vi las largas filas de automóviles que se extendían en el horizonte más allá del peaje. En ese momento estaba precisamente frente a la luz verde que indicaba que había leído la tarjeta electrónica adherida a mi vehículo y que me informaba que podía pasar. Que todo estaba bien. Sólo que estaba atascado frente a la lucecita. Me cruzó el pensamiento inevitable de que esos lectores electrónicos, la lucecita verde, a lo mejor estaba leyendo y releyendo mi tarjetita y cargándome una y otra vez la tarifa del peaje.
El carro del frente se movió y comenzó ahora la batalla de los centímetros de asfalto. Después de los peajes lo que hay es un embudo. Si hay diez peajes todos coalescen en los tres carriles del expreso Luis A. Ferré. Diez líneas que deben convertirse en tres. Una guerra. Decido rendirme. El que quiere pasárseme que se pase. De hecho, estoy a punto de abrir la puerta, salir corriendo y dejar el vehículo abandonado. Todo un Michael Douglas en “Falling Down”.
Pero ahora veo la maldad del vecino. El maldito está espetando el frente de su vehículo lentamente al frente del mío sin evidente temor de que chocaremos. Estamos a una milla por hora pero un golpe es un golpe. Ahora salgo de mi sopor, de mi rendición y decido pelear por lo mío. Acelero levemente mi vehículo. Grande y abusador el mismo amedrenta al invasor. Los guantes han sido lanzados. El duelo ha comenzado y no me coy a rendir. Necesito entrar en ambiente y pongo a Franco el Gorila. Reggaetón a to’ tren. “Sal del Callejón”. Esa me podrá en forma. Ahora recibo un ataque por el flanco izquierdo. Alguna chica hablando por el celular quiere colarse. Subo el volumen.
“Por esbocao este bacalao en el segundo round
Se me fue de knock out
Lámbete y te vas secuestrao pescao
Los míos tan bien amarraos mamao…”
Conquisto el carril. Me siento, en el pequeño mundo alucinante de la enfermedad mental efímera de un tapón infernal, como el rey del mundo. Como Leonardo di Caprio gritando “I’m the King of the world” en "Titanic", sólo para arrastrar los neumáticos el resto del trayecto ahora a 10 millas, después a 40 millas por hora.
Llego a la Kennedy a las 10:45 con los nervios espeluzaos. La recepcionista me señala la sala y entro. Atestada maldita sea. Presumo que no están para lo mismo. Busco la lista donde deben apuntarse los que harán traspasos. Hago el diecisiete. El diecisiete. Decido irme y de pronto me arropó una paz celestial. No tenía otros compromisos en ese momento. ¿Por qué no esperar? La gente allí se veían tranquilos, resignados. Seguramente yo podría esperar. Llaman a una persona de las de mi lista y tomo el tiempo. Cinco minutos después llaman a otra. Dos no responden. Cometieron el error que yo iba a cometer. Se fueron.
De pronto me sucede como a Jack Nicholson en Wolf, donde se convirtió en un hombre lobo. Según se iba transformando se agudizó su sentido de la audición. De pronto yo estaba escuchando todas las conversaciones por celular, por lo menos siete, a la vez. “ Ese gallo es un burro, lo voy a pelear el domingo”. “¿Dónde estás? Estoy en la Kennedy. No, no, me compré los otros”. “Asegúrate de firmar los documentos por la mañana”. “Mamita te llamo ya mismo que tengo a Félix en la otra línea. Félix pana, vamos el jueves, el sitio está chévere”. “No, no, el gallito es de cepa pura, no es mezclao. Oye tengo uno tuerto y lo peleamos en Isla Verde en la competencia de tuertos. ¡Qué burro papá! Ese gallito es un burro.”.
Los martillazos del dolor de cabeza que se asomaba sonaban como tambores de guerra africanos. Son las 11:15 y sé que estoy fastidiado. Crucé la guardarraya. La frontera donde irme del sitio perdería todo significado. Si había aguantado tanto y me iba, no me perdonaría la posibilidad de que por alguna razón sobrenatural me llamaran de pronto. Uno de los celularistas comenzó ahora a hablar en voz alta y lo miré con furia. Me puse de pie. Caminé por el lugar. 11:30. Menos gente por supuesto. Sentado de nuevo apreté los dientes. Tanta cosa importante que tengo que hacer y pperdiendo el tiempo en esta maldita desgraciada oficina. Alguna empleada me sonríe y le devuelvo la sonrisa con toda la hipocresía que pude acumular en ese momento.
Son las 11:45. Me levanto y decido tomar control de la situación. “Con permiso, es Edwin Vázquez, ¿cuánto falta?”. Ella mira unos documentos y me dice “lo único que falta es una carta que tengo que generarle. Se la hago ya mismo”. Me recuerdo a mí mismo la razón por la que nunca deberé estar armado.
Las doce. La carta no está hecha. La mujer no está por todo aquello. Quedamos sólo dos clientes. “Seño, concédeme no ser el último”. “Fulano de tal” grita una empleada. Fulano se levanta feliz. Él oró primero que yo. Las 12:15. “Edwin Vázquez”. Aquí está su carta. Firme aquí y acá. Nada de disculpe. Nada de siento que haya tenido que esperar tanto. Nada de que “según nuestros registros usted entró a las 10:45 y se va a las 12:15. Usaremos esa información para mejorar nuestros procedimientos.”.
“!Qué tragedia!”- le dije. Me miró extrañada. Me levanté y me fui. Volví a poner el disco de Wisín y Yandel, Los Vaqueros. Franco el Gorila me acompañaría durante el resto del viaje.
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