Claudia llegó al mundo de la misma forma que Patricia y Camila: vía cesárea en el
Hospital Ashford Presbyterian en el Condado. La selección de ese hospital fue nuestra forma de decirle “fuck you “ al asesino en serie
Cornelius P. Rhoads, quien admitió de su puño y letra haber matado a varios puertorriqueños allí. Fue en el 1931 y a Rhoads se le permitió regresar a Estados Unidos sin castigo alguno. Murió en el 1959 la muerte que no se merecía: por causa natural.
El día que dieron de alta a mi esposa ya yo estaba preparado emocionalmente para el tortuoso regreso a nuestro hogar en Cayey. Cada hueco en el camino, cada elevación mal ubicada le causaba un dolor intenso seguido de una diatriba sobre mi forma de conducir. Me suplicaba que redujera la velocidad a 35 millas por hora. Yo le trataba de explicar que a esa velocidad nos iba a aplastar algún camión conducido por uno de esos irresponsables que usan la autopista como si estuviera en Indianápolis. Así fue con Patricia y Camila: un viaje de una hora entre gritos de dolor, discusiones sobre mis destrezas al volante, amenazas de muerte si no bajaba la velocidad y la súplica de que la devolviera al hospital en lo que conseguía a alguien con algo de misericordia en el alma, y no esa piedra que yo tenía latiéndome en el pecho por corazón.
Esta vez, sin embargo, había un aliciente: percocet. El médico le había recetado este medicamento contra el dolor y mi esposa añoraba otra dosis. Ya la habían medicado en la mañana pero eran las dos de la tarde y los efectos se estaban yendo. Ella acariciaba como un tesoro la receta y juraría que hasta me maltrató menos emocionalmente durante el viaje. Las maravillas de las drogas. Se meten donde no les corresponde, en algún receptor celular, y bloquean señales de dolor o amplifican las de placer. Bloquean la acción de alguna molécula natural y es nirvana. Interrumpen alguna ruta metabólica y estamos en
Shangri La. El sólo mencionarlas es como hablar en lenguas durante algún trance espiritual: percocet percodan vicodin oxycontin fentanyl tramadol acetaminofén ibuprofén naproxén irravandalabasaya aleluya.
Lo que no sabía es que no había pepa en el mundo que me preparara para el dolor que se avecinaba, la tragicomedia de un día donde la ineptitud se juntó con la imbecilidad y fornicaron en trío con la incompetencia.
Me dirigí a la farmacia de Kmart por su cómoda ubicación. Mi esposa esperó impaciente en el carro, me dirigí a la sección de entrega de recetas y comenzó el horror. –“Caballero”- me dijo el imbécil de turno. “- Que dice la licenciada que no le puede despachar la receta porque es un medicamento controlado y la dirección que puso el doctor no está completa”-
Aturdido le pedí que me explicara qué rayos decía porque, le dije, yo sé que es un medicamento controlado, por eso está en una receta y no “over the counter”. Y lo de la dirección, what? Yo vivo en un campo por lo que mi dirección física no dirá calle tal, casa número tal en la urbanización de acceso descontrolado tal más cuál. Lo obligué a explicarle eso a la licenciada y regresó que si lo siente que percocet es controlado y la receta no tiene el kilómetro de la carretera donde vivo. Ahora comienzo a alzar la voz y a decirle que esa receta no la escribí yo, sino el doctor (como ellos le dicen a los médicos), y que qué alternativa tengo. Fue entonces que sentenció:-“tiene que ir donde el doctor a que le reescriba la receta con el kilómetro”-.
Maldita sea, pensé lleno de rabia. Llevo una vida predicando el sistema métrico de medidas, cosa que aquí se han pasado por el fondillo, y que si las malditas tasas, pintas, cuartas, pulgadas, pie, libras y millas del sistema inglés, que si alguien entiende la importancia y sencillez del sistema métrico soy yo y este, este, este pájaro me espeta la importancia de ese sistema ahora, en el peor momento. ¿Acaso él no entiende, seguí pensando, que esto es un asunto de seguridad personal, la mía, si no salgo de la farmacia con las pastillas? Entonces le grité que le dijera a la licenciada esa que lo que me solicitaba era una soberana estupidez porque si yo quería le escribía el kilómetro, el que me diera la gana, y no se darían cuenta. Porque yo soy excelente falsificando letras, le dije ante los ojos atónitos de otros clientes y me marché del lugar. Las cosas que uno dice cuando pierde el control ante la impotencia que generan los argumentos sin sentido.
Me dirigí entonces a la farmacia Walgreens y entregué la receta por la ventanilla del autoexpreso. La chica de turno me pidió el número teléfono, accedió a la cuenta y se fue a despacharla. Así se despachan recetas, casi dije en voz alta. –“Caballero”- me dijo y el corazón se me hundió porque así se había dirigido a mí el neandertal kmartiano. –“Lo siento pero se nos acabó el medicamento”- Mi esposa dejó escapar un grito de dolor pero yo creo que fue del alma, no de la operación. De ahí seguí hacia Walmart, también en Cayey, donde la chica miró la receta y disparó que tampoco tenían el medicamento.
-“Se jodió la cosa”- pensé. Esto porque el plan médico de la universidad, aunque muy bueno, no cubre a las farmacias pequeñas, llamadas de la comunidad. O sea, sólo las cadenas extranjeras se benefician del plan. Nada, las pagaría de mi bolsillo y que me reembolsen. Esto era un asunto de emergencia. Le pedí a mi esposa que llamara de antemano antes de dirigirnos a la próxima farmacia, ubicada en la plaza del pueblo, para asegurarnos de que no perderíamos el tiempo. Era obvio que la dosis matutina de percocet se había ido y los dolores se hacían más intensos.
Entonces sucedió. Cruzamos la frontera entre lo real y lo irreal. Entramos a una dimensión paralela, donde la lógica es lanzada por la borda y fuimos bienvenidos al infierno de la incompetencia nuestra de cada día. Lo noté cuando mi esposa, a través del celular, le gritó a la otra persona que qué quería decir. –“Pero porqué. Pero si yo sólo…no , no, no…usted no me entiende, que si las tiene para ir ahora mismo…que qué..yo sé que es un medicamento controlado…cómo que no…pero por favor yo no aguanto el dolor…pues vamos para allá y más vale que las tenga”-
He aquí la traducción. La persona al otro lado de la línea telefónica le dijo a mi esposa que debido a que percocet es un medicamento controlado no podía darle información por el teléfono, y eso incluía el decirle si lo tenían disponible o no. ¡¿Qué qué?! Grité. Aceleré el pedal, llegué, me dirigí al mostrador, tragué hondo y le di la receta a la chica. Ella se lleva la receta y regresa diciendo que no tiene el medicamento.
Con la mayor paciencia que pude sacar de las rejoyas de mi interior le pregunté si ella era la misma persona que había hablado con una mujer hacía unos minutos por teléfono sobre el medicamento. Me dijo impávida que sí, que esas eran instrucciones de la licenciada. Le solicité, todavía sin estallar
La Soufriere esta que sentía me empezaba a salir por el esófago, que llamara a la licenciada, que necesitaba hablarle. La licenciada llegó, no tendría más de 25 años la chica, y le expliqué muy lentamente, aunque resoplando un poco, el suplicio por el que estaba pasando mi esposa, que estaba gritando de dolor en ese momento, que por qué no nos dieron la estúpida información de si tenían el maldito medicamento en la maldita farmacia para no perder nuestro maldito tiempo y cómo la habíamos perdido.
-“Caballero”-, comenzó la oración, “este es un medicamento controlado. No podemos dar esa información”- “Pero por qué”- le supliqué. –“Es que como es controlado la información se puede prestar para robos. Ha habido robos”- me dijo. -“O sea, le dije, que ustedes no dan la información y les están robando el medicamento como quiera”, le exclamé. –“ Yo entiendo, pero es la ley”- me dijo.
No sé de reglamentos médicos pero si algo tenía claro es que no podía existir un reglamento tan estúpido y antihumano como el que ella alegaba. Entonces me olvidé de la paciencia, qué diablos, si no tenía el medicamento, y le dije mentirosa. –“Usted está mintiendo y lo sabe”- La Soufriere había estallado y se llevaría todo a su paso. Entonces me admitió que el reglamento no existe y que cada farmacia establece sus reglas en cuanto a cuánta información pueden dar. –“Pero caballero”-, me dijo como le susurra un verdugo a su víctima antes de espetar el cuchillo-“como quiera, aunque la tuviera, no podía despacharle la receta. La dirección no tiene el kilómetro”- Y se sonrió como
Cruella de Vil cuando soñaba con sus dálmatas.
De vuelta en el carro le prediqué a mi esposa que aquí lo que hacía falta era tomarlo con calma. Piensa, piensa, me dije. Aparentemente en Kmart tenían las pastillas pero cometí el error de decirles que yo escribiría el kilómetro (cosa que no había hecho). En Cayey quedaban varias farmacias más pero eran de las pequeñas y seguramente no me las despacharían, por motivos de seguridad nacional. Algún ataque terrorista habría impedido la imbécil licenciadita de 25 años. ¡Caguas! Iría al pueblo más cercano, a una Walgreens. Le pido a mi esposa que llame de antemano y noto que ella tiene su propio volcán en erupción. Ahora entre llantos le pide a la chica de turno al otro lado de la línea que por favor, por favor, dígame si lo tiene o no, es todo lo que pido...¡yo sé que el maldito medicamento está controlado!...no, no, no… por Dios, estoy operada, una cesárea y no aguanto el dolor Dios, Dios ayúdeme! ¡Maldita! Le gritó y colgó el teléfono. No recuerdo cuál fue el chiste que traté de hacer pero los ojos endemoniados de mi esposa me dijeron que no debía terminarlo.
Eran ya las cinco de la tarde y, aturdido por toda esta imbecilidad marciana, le dije a mi esposa que llamara al médico y le explicara, que yo estaba dispuesto a subir a San Juan nuevamente a buscar la receta que diría (aparte del número estatal, el de la carretera municipal, el nombre de la calle y la ubicación de la casa con respecto a esta), el kilómetro y hectómetro exacto. Ella llama y le informan que el médico se fue pero le ponen a otro que lo está sustituyendo. Le narra la odisea y él le dice que eso es una soberana estupidez. Que ellos son los que hacen las recetas y la dirección, tal y como está, cumple con todos los requisitos.
Yo asentía salvajemente a lo que intuía que el médico le estaba diciendo. Ella tiene que convencerlo de que estamos ante una situación insólita, en un nuovo mondo, una dimensión desconocida, un “
twilight zone” boricua que manifestándose en todo su esplendor. Él accede, le pide que dicte la receta, se la reescribe con la bendita frase kilométrica y la deja en el mostrador de enfermeras.
Llegué a eso de las seis; solo por supuesto. Era sábado por lo que el tráfico en el país con más vehículos per cápita del planeta estaba liviano. Subí la escalera hacia el área de maternidad en el hospital, le supliqué a los seres de la sobrenaturaleza que tuvieran compasión conmigo, pedí la receta y respiré profundo y agradecido cuando me la entregaron con la frase más poética, más religiosa, más maravillosa del idioma castellano: kilómetro 0.5.
Entonces fui culeco a la Walgreens ubicada al lado del hospital. Hice mi filita de dos clientes, saludé cariñoso a la señora que me atendió, y hasta creo que le lancé una pícara guiñada, como diciéndole esta receta lo tiene todo. Calle estatal, municipal, carretera y sobre todo mamita tiene el kilómetro que es cero urra y el hectómetro que es cinco alé búscame las pepitas que voy contento con mi cargamento pa’ Cayey con más pepas que un tecato en un punto de caserío. Ella miró con gusto la receta, seguramente le encantó la belleza del número redondito ceropuntocinco, y se fue a despacharla.
-“Caballero”- me dijo. No recuerdo si se me aguaron los ojos ante la frase, creo recordar haber sufrido un pequeño infarto pero no estoy seguro, si me desmayé lo borré de la mente. Lo que recuerdo fue a la señora informándome que se les habían acabado las percocet. Entonces le pregunté que en qué otro Walgreens lo tenían y le conté la travesía de sufrimiento, con todas sus estaciones, por la que había pasado. –“Es que no puedo darle esa información’-
No sé por qué no llamaron a la policía. Presumo que, después de todo, me cogieron pena. Lástima. Compasión. El caso es que tuvieron que buscarme al licenciado de turno, a quien antes de que empezara a hablar le dije que yo sabía de reglamentos médicos y sabía con certeza que no existe uno que les impida darme esa información. Despojado de ese argumento el caballero me admitió que es una cosa prácticamente aleatoria. El gerente de farmacia que le dé la gana lo implementa. Me habló de la importancia de mantener eso en secreto para evitar robos. Le dije que le aseguraba que no iba a robar a ninguna farmacia, tranquilo Bobby tranquilo, que mi esposa estaba gritando de dolor. Le pregunté si pretendía que yo fuera por todo Puerto Rico, farmacia por farmacia hasta dar con una con las malditas pepas. Hasta le pregunté, a él y a todos los clientes que se arremolinaban para ver qué sucedía, les pregunté a todos si notaban la ironía de que se me haría más fácil ir a un punto de drogas a comprar las pastillas, y sin receta grité, y sin kilómetros por Dios. Finalmente el tipo me dijo que era un asunto de ética profesional, y que todas las farmacias que él conocía hacían los mismo a lo que le riposté que no viniera a justificar su propia incompetencia con la de los demás.
No destrocé la farmacia como quería, no golpeé al licenciado como añoraba ni me abalancé contra la vieja a quien minutos antes le había lanzado una pícara guiñada. Bajé la cabeza y me rendí. No sabía qué hacer. Entonces la señora me dijo en voz baja que tratara la farmacia qué se yo cuál en la parada no sé dónde en Santurce. Ni siquiera era de su propia cadena. Entonces me lanzó una pícara guiñada.
La idea de buscar una farmacia pequeña en Santurce no me ilusionaba. Entonces tuve una epifanía. En el Condado había otra Walgreens y no perdía nada con intentar allí. Voy al mostrador, entrego la receta, la chica coteja y me pregunta que si pueden ser genéricas porque no las tienen de marca. Casi lloro de alegría. Me dijo que la espera sería de por lo menos una hora y hasta ofreció enviarme un comunicado vía correo electrónico diciendo “su receta está lista”.
Necesitaba una porción de etanol en cualquiera de sus conjuros. Como testimonio de la falta que me hacía un trago para relajarme, pedí una margarita en Chilís, donde hacen algunas de las peores margaritas del planeta. Abrí la computadora portátil y después de la primera pedí la que le sigue. El correo no llegaba por lo que pedí una tercera. Ah, los placeres del alcohol cuando uno ha sufrido. Te entumece la ira, borra el odio y refresca el alma.
Después de la tercera y pasada más de una hora decidí que el correo nunca llegaría por lo que regresé a la farmacia, serían ya las ocho de la noche, y recogí las pastillas. Recordé la canción mientras salía del Condado: sale loco de contento, con su cargamento, para la ciudad…
No sé de dónde salió la patrulla. Posiblemente venían encubiertos. Cuando estaba saliendo del túnel de Minillas para entrar al expreso Luis A. Ferré encendieron el biombo y me gritaron por un sistema de altavoces: -“Caballero…”- Seguí las instrucciones al pie de la letra y me detuve donde me indicaron (en el paseo un poco más allá de Plaza las Américas).
–“Caballero, ¿sabe por qué lo detuvimos?”- Estuve a punto de decirle que por culpa de tres margaritas pero me indicó que iba a exceso de velocidad y que (lo que sigue me dejó perplejo), había hecho un cruce indebido por el Puente de los Maleantes. –“¿De los Maleantes?”- estuve a punto de preguntarle pero tuve la sapiencia de quedarme callado porque aunque me sentía en pleno control de mis facultades no estaba seguro de que pronunciaría la frase sin rastros de etanol. Además había notado por el espejo lateral derecho que una oficial observaba con una mano sobre su revólver y yo tenía que terminar la tarea que se me había encomendado ese día y llegar a casa con las percocet. –“¿Le gustaría ver el video?”- me preguntó. O sea, esta gente ya está equipada con videos y todo. Yo le dije que no, no oficial yo le creo, gracias, y noté un rastro de agradecimiento. Me imagino a un montón de ciudadanos malcriados negándolo todo y tratándolos de mentirosos.
Se alejó a escribir el boleto, su compañera con la mano lista para desenfundar por el otro lado, y cuando regresó me dijo que me había perdonado la infracción del viraje indebido (crucé de carril sin poner la señal de luz). Le di las gracias y juro por todos los dioses que estuve a una fracción de segundo de abrir la puerta y gritarle al policía que me explicara por qué se le llamaba así al puente ese. A lo mejor no estaría escribiendo esto y habría muerto ante una ráfaga de balas por parte de la oficial que aburrida acariciaba el mango del revólver.
Llegué a casa pasadas las nueve. Las percocet tuvieron el efecto deseado y yo esperé cuatro meses antes de poder narrar esta historia. Es que la verdad duele y todavía no han inventado una pastilla para calmar su dolor.
Edwin Vázquez de Jesús