martes, 24 de enero de 2006

Soñando con Pepito

Anoche soñé con Pepito. Otra vez. Aunque el nombre es ficticio los hechos son dolorosamente reales. Hace muchos años que le dí clases y todavía no he podido olvidarlo. Por más que trato. Cuando terminé mi bachillerato en biología en la Universidad de Puerto Rico en Cayey, enseñé ciencias a varios grupos de séptimo grado en la escuela intermedia Ramón Emeterio Betances. Está al otro lado de la calle de nuestro Recinto. En realidad, en aquel tiempo la escuela estaba formada por una especie de ranchos de madera y zinc que más parecían barracas del ejército que salones de clases.


Aunque mi concentración fue en biología tomé los cursos de certificación para ser maestro. Siempre supe que esa era mi vocación. Así que tan pronto me gradué “hice turno” para una plaza. Así terminé en la Betances. En séptimo grado. El peor grado de K-12 para enseñar. Es un asunto de hormonas. A esa edad los niveles de testosterona, estrógeno y progesterona de los estudiantes están fluctuando más que la bolsa de valores en Wall Street. Eso tiene un efecto severo en el maestro. Especialmente en el maestro nuevo, joven, acabado de graduar, al que sólo le dieron una tiza y una llave para el salón. Hasta ahí el apoyo para el maestro novato. Entonces entró Pepito. Sé que me criticarán por esto, pero siempre pensé que él terminaría tras las rejas. Una vez, mientras daba clases, en uno de esos raros momentos donde él parecía estar atendiendo, pasó frente al salón un estudiante. En cuestión de segundos Pepito cogió la escoba del salón y se la rompió encima al pobre diablo. Claro está, lo reporté al director. No sé a qué acuerdo llegaron pero al otro día tenía a Pepito, el rompeescobas, el agresor, en mi salón como si nada.

Una compañera maestra, novata como yo, me confesó cómo Pepito la hizo gritar el carajo más sonoro que jamás había proferido. Sucede que ese día ella iba a dar un examen. Ante la falta de recursos, la mayoría de las veces escribíamos las preguntas en la pizarra para que los estudiantes las contestaran. Mi amiga, con mucha paciencia, les dijo claramente que no tenían que escribir la pregunta en la hoja de contestaciones. Sólo la respuesta. Se los repitió una segunda vez. No escribieran la pregunta. Y una tercera. ¿Entendieron? Sólo las respuestas. Más tarde me confesó que ese día no estaba de buen humor (hacía cuatro meses que el Departamento de Educación no le pagaba) por lo que cuando les decía que no escribieran las dichosas preguntas casi los estaba amenazando. Ante la tercera amenaza, “¿entendieron todos?”, la invadió una sensación de paz al ver que nadie dijo que no. Tranquila, en calma.

Cuando uno enseña a niños que han sido marcados por el sistema como de poco provecho académico enseñar se convierte en un reto. Aquel grupo era el 7-7. O sea, séptimo grado, y de siete grupos los últimos en término de promedio. Todos juntos. Marcados por el número de la suerte para el fracaso. Antes que ellos estaban los 7-6 hasta los 7-1. Un sistema de castas que sería la envidia de los hindúes. Ese era el escenario para mi amiga maestra cuando, después de preguntar tres veces si entendían que no había que escribir la pregunta, sólo la respuesta, vio con horror cómo, lentamente, tan lentamente, Pepito levantaba una mano para hacer una pregunta. Hay momentos que definen nuestras vidas. Todos los recordamos. Cuando mataron a Lennon, cuando cayó el muro de Berlín, el 11 de septiembre, y el día que Pepito levantó la mano en el salón de mi amiga maestra.

Trepidante mi amiga, casi sin aliento, le preguntó que cuál era su duda. Y él, en un acto que raya en el terrorismo, le preguntó “Misi, y la pregunta, ¿hay que escribirla?” Allí, ante todo el grupo, mi amiga perdió la paciencia y la compostura y comenzó a gritar palabras obscenas descontroladamente.

No sé qué ha sido de ella. No sé que ha sido de Pepito. No sé si está tras las rejas como injustamente lo sentencié hace 24 años. Pero sigo soñando con él. Frecuentemente. Aparezco en el salón de clases y entre la garata de niños gritando y Pepito levanta su mano lentamente. Y me despierto sudando. No por el sueño, sino que últimamente se me ha metido esta idea de que veré a Pepito nuevamente. Y creo que será en la Legislatura de Puerto Rico.


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