Soy microbiólogo con una especialidad en biología molecular. Esta es la historia de cómo tuve que aparentar ser un biólogo marino sin saber nada de peces, ni moluscos, ni del mar.
Hace años mi hija Amaris, la de quince años, se fue a vivir con su madre a Santa Cruz, en las Islas Vírgenes, por cosas del destino. Allí se convirtió rápidamente en una de las mejores estudiantes del colegio donde estudiaba. En tres meses era completamente bilingüe. Claro que tenía una base sólida pero aún así me sorprendió. Venía frecuentemente a Puerto Rico y nos llamábamos todos los días por lo que siempre mantuvimos una relación extraordinaria. A la sazón estaba en el sexto grado. El colegio llevaba todos los años a sus estudiantes de sexto a quedarse una semana en una reserva ecológica en la isla de St. John, en las mismas las Islas Vírgenes. Iban varios maestros y cinco padres. Eran unos veinte estudiantes. Solicité ser uno de los padres, a petición de Amaris, y me seleccionaron.
Llegamos a la reserva y era como estar en el Edén. Había cabañas rústicas. El agua se recogía de la lluvia en unos contenedores especiales. Por las mañanas abría la puerta y había varios venados jugando. Por la noche hacían una fogata, un bonfire, y los estudiantes y maestros compartían en un diálogo ameno. La penúltima noche la maestra líder anunció que al otro día se dividirían en grupos pequeños y que unos visitarían la playa, otros una ruinas y los demás qué se yo. El asunto es que en público, entre las llamas de la fogata y los mosquitos que me picaban, me pidió públicamente que dirigiera al grupo que iba para la playa y que les diera una conferencia sobre asuntos marinos ya que yo era, según anunció públicamente, biólogo marino. Desgraciadamente cuando hizo el anuncio yo estaba matando algún mosquito pero alguna neurona captó el error y trató de despertarme. Miré a la maestra horrorizado pero ella y los demás ya habían dado por hecho mi participación en la charla sobre un tema del que no sé absolutamente nada. El problema es que soy microbiólogo, no biólogo marino. De alguna manera el “microbiologist” mío le sonó a “marine biologist”. Shit, pensé. Miré a Amaris y estaba tan horrorizada como yo. Cuando se acabó la fogata me metí al cuarto donde estaba el único teléfono del lugar para llamar a mi esposa y explicarle mi predicamento. Entonces ocurrió el milagro. Como en una película donde ponen las escenas en cámara lenta, mientras le hablaba vi al otro lado del cuarto, en un anaquel entre varios libros uno titulado “Marine Biology”. Colgué el teléfono y como un zombi lo cogí, lo escondí dentro de mi camisa, y salí del lugar como si hubiese cometido un gran crimen. Las reglas en el lugar eran muy estrictas. A las diez de la noche todos tenían que apagar las luces y acostarse a dormir. Yo estaba solo en una cabaña que estaba separada por una pared de la de las niñas a mi cargo. Eran seis, incluyendo a mi hija. Yo las dirigía con mano de hierro. Las duchas no podían pasar de tres minutos, por lo escaso del agua. Cuando faltaban treinta segundos yo me creía ingeniero de la NASA en Cabo Cañaveral y comenzaba el conteo: Thirty, twenty nine, twenty eight…Mi grupo nunca me falló. Tres minutos exactos.
Esa noche, cuando entré al cuarto con el libro, eran las 9:45. Tenía que violar las reglas. Tenía que aprender en par de horas todo lo que la humanidad había descubierto sobre la biología marina en cientos de años. O por lo menos lo que estaba en el libro. Busqué mi linterna, la pequeña, cotejé las baterías. A las diez en punto apagué la luz. Me aseguré de que el pelotón a mi cargo hiciera lo propio. Cogí el libro, prendí la linternita y comencé a leer.
Por suerte había participado en varias charlas precisamente sobre biología marina en campamentos de verano en la isla Magueyes, en la Parguera.. Allí ubica el Departamento de Biología Marina de la Universidad de Puerto Rico en Mayaguez. Recuerdo haber escuchado apasionado, dentro del agua, a los conferenciantes hablar sobre la importancia de los corales en la ecología marina. Por qué los manglares son imprescindibles para la vida marina y para proteger el mar de las escorrentías en tiempos de lluvias. Hice snorkeling y conocí los corales principales. Y para mi agrado supremo el libro aquel tenía un capítulo sobre microbiología marina. A eso de las dos de la mañana decidí que tenía suficiente material como para las tres horas que duraría nuestro recorrido.
Al otro día, bueno, el mismo día pues me había amanecido, fui recibido por la cara angustiada de mi hija. Le guiñé el ojo y eso fue suficiente. Allí supo que todo estaba bien. Comenzamos el recorrido hacia la playa, que quedaba a unos veinte minutos, miré hacia las montañas y las neuronas hicieron click. Aunque no soy botánico había escuchado varias charlas en El Yunque. Y allí estaba todo lo que aprendí. Así que, por si lo de la biología marina no me salía, les di una diatriba, como todo un experto, sobre la relación entre la altura de los árboles y la cantidad de sol, porqué hay bosques enanos, la diferencia entre los árboles de un lado de la montaña y la otra, dependiendo de los vientos, et cetera. Amaris me miró maravillada y me dijo orgullosa algo que nunca olvidaré: - Papi, la gente cree que sabes de lo que estás hablando-.
Llegó el momento y allí, frente a nosotros, el Atlántico en todo su esplendor. Respiré profundo. En mi grupo había unos siete estudiantes, dos madres y una maestra. Miré la arena. Los miré a ellos. Ellos me miraron a mí y les dije la cosa más sabia que jamás he dicho: -¿Por qué no aprovechan y se bañan un rato?- Los niños gritaron de alegría. Yo casi grito de alegría. Por lo menos media hora menos de sufrimiento. Entonces pasó algo maravilloso. Miré hacia atrás, hacia el borde de la playa y vi el cementerio de corales. El huracán Georges había pasado hacía poco y había destruido muchos corales. Y recordé a Magueyes. Así que cuando salieron del agua les di sin parar por treinta minutos una charla sobre los corales, su importancia para la ecología marina, el hecho de que son organismos vivos y no pedazos de piedra como creen algunos, que están hechos de carbonato de calcio que es de lo que en esencia están hechos nuestros huesos, que el carbonato de calcio es el compuesto más común en la naturaleza, que los corales son barreras que protegen a las costas de los embates de las olas, que la biología marina es una ciencia maravillosa. Entonces en un arenal vimos cientos de pequeños cangrejos e igual número de agujeros. El libro hablaba sobre esto. Les expliqué el rol esencial de los cangrejos para la vida microbiana dentro de la arena. Cómo esos agujeros oxigenaban la arena en sus partes más profundas permitiéndole a muchas bacterias sobrevivir. Y hablando de bacterias…no paré de hablar.
Amaris vive ahora en Curazao. Los veranos participa en un programa de investigación en una universidad en los Estados Unidos. No sé si recuerda los detalles de esta historia. Pronto vendrá a Puerto Rico y le preguntaré.
Fui un hipócrita pero espero entiendan. Fui arrastrado por las circunstancias. Y cumplí con lo que se esperaba de mí. Y no me quedó nada mal. La gente aprendió biología marina. Y lo más importante, yo también.
Hace años mi hija Amaris, la de quince años, se fue a vivir con su madre a Santa Cruz, en las Islas Vírgenes, por cosas del destino. Allí se convirtió rápidamente en una de las mejores estudiantes del colegio donde estudiaba. En tres meses era completamente bilingüe. Claro que tenía una base sólida pero aún así me sorprendió. Venía frecuentemente a Puerto Rico y nos llamábamos todos los días por lo que siempre mantuvimos una relación extraordinaria. A la sazón estaba en el sexto grado. El colegio llevaba todos los años a sus estudiantes de sexto a quedarse una semana en una reserva ecológica en la isla de St. John, en las mismas las Islas Vírgenes. Iban varios maestros y cinco padres. Eran unos veinte estudiantes. Solicité ser uno de los padres, a petición de Amaris, y me seleccionaron.
Llegamos a la reserva y era como estar en el Edén. Había cabañas rústicas. El agua se recogía de la lluvia en unos contenedores especiales. Por las mañanas abría la puerta y había varios venados jugando. Por la noche hacían una fogata, un bonfire, y los estudiantes y maestros compartían en un diálogo ameno. La penúltima noche la maestra líder anunció que al otro día se dividirían en grupos pequeños y que unos visitarían la playa, otros una ruinas y los demás qué se yo. El asunto es que en público, entre las llamas de la fogata y los mosquitos que me picaban, me pidió públicamente que dirigiera al grupo que iba para la playa y que les diera una conferencia sobre asuntos marinos ya que yo era, según anunció públicamente, biólogo marino. Desgraciadamente cuando hizo el anuncio yo estaba matando algún mosquito pero alguna neurona captó el error y trató de despertarme. Miré a la maestra horrorizado pero ella y los demás ya habían dado por hecho mi participación en la charla sobre un tema del que no sé absolutamente nada. El problema es que soy microbiólogo, no biólogo marino. De alguna manera el “microbiologist” mío le sonó a “marine biologist”. Shit, pensé. Miré a Amaris y estaba tan horrorizada como yo. Cuando se acabó la fogata me metí al cuarto donde estaba el único teléfono del lugar para llamar a mi esposa y explicarle mi predicamento. Entonces ocurrió el milagro. Como en una película donde ponen las escenas en cámara lenta, mientras le hablaba vi al otro lado del cuarto, en un anaquel entre varios libros uno titulado “Marine Biology”. Colgué el teléfono y como un zombi lo cogí, lo escondí dentro de mi camisa, y salí del lugar como si hubiese cometido un gran crimen. Las reglas en el lugar eran muy estrictas. A las diez de la noche todos tenían que apagar las luces y acostarse a dormir. Yo estaba solo en una cabaña que estaba separada por una pared de la de las niñas a mi cargo. Eran seis, incluyendo a mi hija. Yo las dirigía con mano de hierro. Las duchas no podían pasar de tres minutos, por lo escaso del agua. Cuando faltaban treinta segundos yo me creía ingeniero de la NASA en Cabo Cañaveral y comenzaba el conteo: Thirty, twenty nine, twenty eight…Mi grupo nunca me falló. Tres minutos exactos.
Esa noche, cuando entré al cuarto con el libro, eran las 9:45. Tenía que violar las reglas. Tenía que aprender en par de horas todo lo que la humanidad había descubierto sobre la biología marina en cientos de años. O por lo menos lo que estaba en el libro. Busqué mi linterna, la pequeña, cotejé las baterías. A las diez en punto apagué la luz. Me aseguré de que el pelotón a mi cargo hiciera lo propio. Cogí el libro, prendí la linternita y comencé a leer.
Por suerte había participado en varias charlas precisamente sobre biología marina en campamentos de verano en la isla Magueyes, en la Parguera.. Allí ubica el Departamento de Biología Marina de la Universidad de Puerto Rico en Mayaguez. Recuerdo haber escuchado apasionado, dentro del agua, a los conferenciantes hablar sobre la importancia de los corales en la ecología marina. Por qué los manglares son imprescindibles para la vida marina y para proteger el mar de las escorrentías en tiempos de lluvias. Hice snorkeling y conocí los corales principales. Y para mi agrado supremo el libro aquel tenía un capítulo sobre microbiología marina. A eso de las dos de la mañana decidí que tenía suficiente material como para las tres horas que duraría nuestro recorrido.
Al otro día, bueno, el mismo día pues me había amanecido, fui recibido por la cara angustiada de mi hija. Le guiñé el ojo y eso fue suficiente. Allí supo que todo estaba bien. Comenzamos el recorrido hacia la playa, que quedaba a unos veinte minutos, miré hacia las montañas y las neuronas hicieron click. Aunque no soy botánico había escuchado varias charlas en El Yunque. Y allí estaba todo lo que aprendí. Así que, por si lo de la biología marina no me salía, les di una diatriba, como todo un experto, sobre la relación entre la altura de los árboles y la cantidad de sol, porqué hay bosques enanos, la diferencia entre los árboles de un lado de la montaña y la otra, dependiendo de los vientos, et cetera. Amaris me miró maravillada y me dijo orgullosa algo que nunca olvidaré: - Papi, la gente cree que sabes de lo que estás hablando-.
Llegó el momento y allí, frente a nosotros, el Atlántico en todo su esplendor. Respiré profundo. En mi grupo había unos siete estudiantes, dos madres y una maestra. Miré la arena. Los miré a ellos. Ellos me miraron a mí y les dije la cosa más sabia que jamás he dicho: -¿Por qué no aprovechan y se bañan un rato?- Los niños gritaron de alegría. Yo casi grito de alegría. Por lo menos media hora menos de sufrimiento. Entonces pasó algo maravilloso. Miré hacia atrás, hacia el borde de la playa y vi el cementerio de corales. El huracán Georges había pasado hacía poco y había destruido muchos corales. Y recordé a Magueyes. Así que cuando salieron del agua les di sin parar por treinta minutos una charla sobre los corales, su importancia para la ecología marina, el hecho de que son organismos vivos y no pedazos de piedra como creen algunos, que están hechos de carbonato de calcio que es de lo que en esencia están hechos nuestros huesos, que el carbonato de calcio es el compuesto más común en la naturaleza, que los corales son barreras que protegen a las costas de los embates de las olas, que la biología marina es una ciencia maravillosa. Entonces en un arenal vimos cientos de pequeños cangrejos e igual número de agujeros. El libro hablaba sobre esto. Les expliqué el rol esencial de los cangrejos para la vida microbiana dentro de la arena. Cómo esos agujeros oxigenaban la arena en sus partes más profundas permitiéndole a muchas bacterias sobrevivir. Y hablando de bacterias…no paré de hablar.
Amaris vive ahora en Curazao. Los veranos participa en un programa de investigación en una universidad en los Estados Unidos. No sé si recuerda los detalles de esta historia. Pronto vendrá a Puerto Rico y le preguntaré.
Fui un hipócrita pero espero entiendan. Fui arrastrado por las circunstancias. Y cumplí con lo que se esperaba de mí. Y no me quedó nada mal. La gente aprendió biología marina. Y lo más importante, yo también.
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