sábado, 29 de julio de 2006

La Chica de Química Que No Se Rindió.

Edwin Vázquez de Jesús




La estudiante entró a mi oficina, se sentó y suspiró. Necesitaba hablar, como tantos otros estudiantes que iban a mi oficina a conversar. Cada cual tenía su pequeño mundo lleno de problemas.  La escuché como escuchaba a los demás, porque aprendí que un buen maestro tiene que ser, de alguna forma, un amigo. Alguien que puede escuchar los problemas, alegrías y fracasos.

La chica tenía un problema con uno de sus cursos. Le pregunté que cuánto le faltaba para graduarse y se echó a llorar. Entre lágrimas me dijo que estaba en su sexto año. Era de estas chicas con cara de niña. Me explicó que un solo curso la había atrasado tres años. Era una clase de química en particular. Las demás las había pasado sin problemas pero esta, que era requisito, no podía. Le gustaba el tema y entendía los conceptos, pero por alguna razón no podía pasarla.  Su promedio académico se había afectado mucho por esta situación.

Se disculpó porque a veces salía antes de tiempo de mi clase de biología, que era por la tarde, pero me explicó que tenía que atender el negocio de la familia. Su padre había sufrido un ataque cardiaco y estaba postrado en cama. Su madre lo cuidaba. Ella y una empleada atendían el negocio hasta las doce de la noche. Lo limpiaban y ella cuadraba la caja. Luego llegaba a su casa a eso de la una de la madrugada a estudiar. Todos los días.

No recuerdo qué le dije. Estoy seguro que le pedí que no se rindiera pero no recuerdo las palabras exactas. Unos años después me topé con ella en una tienda. Me saludó efusivamente y cerró, por lo menos para mí, el círculo de su historia. Me contó que finalmente pasó el curso aunque con D. Deficiente, casi fracaso. Aún así solicitó trabajo como química en una empresa farmacéutica prestigiosa. Sabía que no la emplearían pero quería pasar por la experiencia de las entrevistas. Cuando llegó al lugar se encontró con algunos de sus compañeros de estudios. Los reconoció como los que siempre sacaban buen promedio y las mejores notas en los exámenes. Notó una que otra cara extrañada de que estuviera allí.

Llegó el momento de la entrevista y buscó en su mente las reacciones químicas sobre las que seguramente le preguntarían.  Catalizadores.  Temperaturas.  Bromo.  Ataques nucleofílicos. Pero la pregunta no pudo ser más sencilla: -¿por qué razón crees que deberíamos emplearte?- Tan segura estaba de que no la escogerían que habló con toda la seguridad del mundo. La D que sacó. El negocio de su familia que iba a proteger mientras no tuvieran otro sustento. Sus prioridades en la vida. Su determinación de triunfar. 

Salió de la entrevista desahogada. Liviana. Orgullosa porque no había derramado una sola lágrima. Tuvo su oportunidad y no se rindió. Cuando llegó la llamada ofreciéndole la posición ella no lo entendía. No dio una entrevista para que la emplearan pues no se consideraba apta para el trabajo. Lo que no sabía era que los empleadores no buscaban gente que sólo supiera de química. Eso lo pueden hacer muchos. Buscaban gente con temple. Moldeada por el fuego de la vida. Gente sin miedo a tomar decisiones. Que comunica lo que siente. Que no se rinde.


Mi estudiante habló sin parar en el pasillo. Cuando terminó me dio la mano, me dio un beso y me dio las gracias. Le pregunté por qué. Me dijo que porque creí en ella.

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