Caminaba por el área del Paseo de Diego en Río Piedras, hace ya muchos años, y me llamó la atención un tumulto. Cuando me acerqué noté que era un grupo de religiosos pentecostalistas que estaba llevando a cabo lo que ellos llaman un culto de predicación. Pandero en mano algunas de las hermanas cantaban sus alabanzas, dirigidas por un pastor que, en medio del calor sofocante de un mes de junio predicaba en gabán y corbata. Megáfono en mano, gritaba a viva voz que el diablo se llevaría a los que no siguieran a Jesús. El lago de fuego y azufre eterno sería el destino de los que no creyeran como él. En su cara se registraba una furia divina, una cosa más bien del Antiguo Testamento donde Jehová destruía ciudades enteras porque habián homosexuales y lesbianas o ordenaba a Josué y su ejército a no dejar piedra sobre piedra de las ciudades conquistadas, y a estrellar contra los muros a sus niños.
Entonce noté que al lado mío se había parado un tipo que escuchaba interesado mientras se chupaba una naranja. Lo recuerdo claramente porque la chupaba con un gusto admirable. Debía ser el calor, pensé. Lo recuerdo tambíen porque tenía el porte de lo que despectivamente llamaríamos atorrante, con cara de narco, y posible traficante de drogas. Claro que estos eran juicios basados en estereotipos cultivados por los medios de comunicación. Mientras lo observaba de reojo escuché al predicador interrumpir su mensaje de Cristo, y mirar en mi dirección. Más bien, en la dirección de mi vecino. Entonces levantó la mano, y señalándolo públicamente le gritó que cómo se atrevía a chuparse una naranja allí donde ellos estaban congregados. Que donde se reúnen dos o tres allí estaba Cristo, y que por lo tanto la acera desde la cual predicaba se había convertido en una iglesia. Que eso era una afrenta a Dios, vaya usted a ver cosa más grande, alguien comiéndose una fruta frente a Dios (hay otra historia de una fruta famosa pero según la leyenda fue consumida a escondidas).
Mi vecino miró atónito al pastor, y fruta en mano se alejó a toda prisa del lugar. Él, que se detuvo a escuchar la predicación, sólo recibió insultos. El hijo de Dios se perdió en la multitud de aquella tarde en Río Piedras. Atrás, megáfono en mano, quedaba el traficante de la Biblia, el atorrante encorbatado que se pasó por donde no le daba el sol de aquella tarde de junio, todas las enseñanzas que su profeta le había enseñado.
Tremendo cuento, debes hacerlos más a menudo porque eres un buen escritor (y poeta y científico).
ResponderBorrarGracias Ivonne. Eso me anima.
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